UNA CRÓNICA TAURINA MADRILEÑA DEL AÑO 1690


JESÚS DANIEL LAGUNA RECHE
Licenciado en História y Profesor de Enseñanza Secundaria

 

 

El 17 de agosto del año 1690 se celebró en la Plaza Mayor de Madrid una magna fiesta de toros para celebrar la entrada en dicha plaza de la nueva reina de España, Mariana de Neoburgo, que había casado el año anterior con el deficiente, enfermizo e infeliz rey Carlos II. Uno de los asistentes a la fiesta, que se prolongó durante todo el día, escribió unos apuntes de aquella divertida jornada, y dos días después vio la luz en la imprenta con el extenso título de Curiosa relación que da cuenta de la grande fiesta de toros que la coronada villa de Madrid hizo en obsequio de la entrada de la reina nuestra señora, que Dios guarde, el día 17 de agosto de 1690 en la Plaza Mayor. Dase noticia de los encierros y adorno y despejo de plaza, de la destreza de los caballeros que rejonearon, de los toreros de a pie, de los empeños, y finalmente de los volatines que hubo en dicha fiesta, con otras circunstancias que verá el curioso lector.
 

Esta crónica nos muestra algunas de las características del mundo del toreo en un siglo que ya nos queda muy lejos, y revela la presencia de personajes y actitudes que por lo intemporales son de antes como de ahora. En cuanto al toreo, puede verse cómo estamos en una etapa previa a la regularización o tipificación, sino por escrito sí al menos en la práctica, de la forma de organizar fiestas taurinas y de los modos de torear: no es un festejo taurino o una corrida en el sentido actual de los términos, sino una sucesión, a lo largo de más de doce horas, de encierros, faenas con rejoneadores, toreros de a pie y de vara –Goya los plasmó en sus grabados-, y juegos de lo que el argot taurino denomina “recortadores”, hábiles muchachos que con ligereza y habilidad saltaban por encima de los toros, unos con más suerte que otros.

La aparente anarquía de estas fiestas queda un tanto relajada si observamos el protocolo con que se desarrollaban al menos aquellas que, como la que nos ocupa, se organizaban en homenaje nada menos que del monarca del más grande imperio del mundo en su época, cual era la monarquía de España, empobrecida pero inmensa y deseada: soldados con uniformes de gala, tablados cubiertos de tapices y brocados importados de los mejores telares franceses y flamencos, la más granada nobleza sentada en el balcón de honor, y los toreros ofreciendo sus faenas a quienes regían los tristes destinos de los españoles del siglo XVII.

Como ocurre hoy con ocasión de eventos deportivos de masas y conciertos de cantantes y grupos musicales de prestigio mundial, la gente de hace siglos también pasaba noches en vela en los alrededores de los improvisados cosos –no existían entonces plazas de toros como tales estructuras arquitectónicas fijas- para no quedarse fuera, y los precios de los asientos llegaban a valer precios muy elevados, sólo al alcance de personas con mucho dinero. En lo que sí hemos cambiado más es en la valentía de los toreros para enfrentarse a los toros sin retocarles los cuernos para evitar reducir la gravedad de las heridas en caso de cogida: la inteligencia y la fuerza controlada del hombre se enfrentaban al instinto de supervivencia y la fuerza salvaje de los toros, que no buscan en la plaza nada más que la salida y la vida, como el ciervo que huye del cazador.

Aunque el texto completo no es muy extenso, supera los límites editoriales de esta revista, por lo que hemos recogido los pasajes más ilustrativos desde el punto de vista de la actividad taurina:

“No bien satisfecho aquel anchuroso ánimo de los cortesanos con haber celebrado la feliz entrada de su reina y señora (que el Cielo guarde) en la corrida famosa de 24 fieras que se hizo en la Real Plaza del Retiro, determinó añadir segundos regocijos con la fiesta de toros que dispuso el día arriba dicho, que si por menos hubiera de referirse no bastaba en tan arduo empeño ni el más dilatado papel ni la más ligera pluma, y así habremos de dejar sucinta esta narración, necesitados de la precisión del tiempo y cortedad de suficiencia.

(…) Estaba ya el palenque alfombrado de menuda arena, porque la desigualdad del empedrado no impidiese su ligereza a los caballos ni a las fieras sus ímpetus violentos. Rodeaban la anchurosa circunstancia de la palestra los tablados y nichos que había dispuestos para que se distribuyesen los censores de esta festiva lid (…). Sólo se hallaban en la plaza diversos ranchos de aquellos que comienzan la fiesta desde la víspera, y desde las diez de esta noche en adelante iban bajando por la tela a esperar el tiempo de los encierros multiplicadas cuadrillas de hombres, cada uno con su poco de pelo atado, su capa de cambray y su pedazo de broquel y otro tanto de espada, velando ojo alerta toda la noche y cayéndose de sueño por la mañana al mejor tiempo, sobre amanecer con unas caras encharcadas y en ayunas y color de Miércoles de Ceniza, abriéndoseles a palmos las bocas o de sueño o de hambre, excepto los que echándose a dormir a pierna suelta en el campo con las especies vecinas de los toros, sueñan que los acometen, y despavoridos con el horror de aquellos toros imaginados, les dejan la capa en prendas mientras vuelven huyendo a casa.

Esto supuesto, a las seis de la mañana se ejecutó el primer encierro, en que no dejaron de hacer sus acometidas los toros, porque no faltaron los dominguillos vivos a quienes volteasen, haciéndolos o transformándolos de terrestres en volatines, pero sin considerable desgracia. Hízose el segundo encierro como a las ocho de la mañana, con no menos felicidad aunque con no menos volteados: uno de los indómitos brutos, que se había mostrado más rebelde y duro de encarrilar, quedó muerto a rejonazos, pagando con su temprana muerte su intempestiva saña.

Hervía ya de gente la plaza por la multitud de hombres que habían concurrido a ver encerrar las fieras, sin más delito que el que se presumió que harían según lo agudo de sus puntas. (…)

Eran ya las nueve del día, en que parece haber llovido Dios otro segundo diluvio de hombres que, ansiosos por ver la prueba de los toros, anhelaban acomodarse en los tablados sin reparar excesos en el precio de los asientos, siendo aún mayor el número de los que los ocupaban por la mañana que el de por la tarde, impelidos de la escasez del dicho precio, que así como era menor les facilitaba la fiesta por la mañana, aunque se la regatease el más subido valor por la tarde. Pausó a las nueve y media aquel acostumbrado bullicio que ocasiona el querer acomodarse y no hallar dónde. Y salió a la arena el primer bruto, que dio bien en entender a los que le hacían cocos. A este siguieron otros cinco, no menos valientes y furiosos, que despolvorearon la plaza no sólo de la arena sino es del polvo humano; hubo muchos arlequines que con maravillosa habilidad y destreza daban vueltas en el aire, acreditándolos de ligeros la violencia de quien les obligaba a ser átomos. Entre estos salió, caballero en sí mismo, un pobre chambergo con sus dedos de espadín, y el toro viendo aquel esguízaro, arremetiole al tercio de los valones y diole tres o cuatro testaradas donde se suelen jugar los batanes, pero con haber sido tantos pesca de aquellas redes de Medellín, no hubo alguno que padeciese la última de las desgracias; sólo quedaron algunos arañados y todos muy contentos, con tan buen índice de la futura fiesta de la tarde, y los brutos dieron el último aliento a los fieros rejonazos de los que torearon con gran destreza de vara larga.

Llegóse finalmente la deseada tarde, y volviéronse a inundar los tablados, nichos y balcones de gente. (…)Y los lidiadores dieron tres vueltas a la plaza en coche, acompañados de sus padrinos, para pasear y recorrer el distrito donde había de ser la pelea. Hallábanse anticipadamente favorecidos de comunes aclamaciones, aunque más silenciosas que las que después tuvieron.

Ya a este tiempo estaban puestos en fila los que habían de regar la plaza con sus carros vistosamente aderezados de ramos verdes, y en ellos las cubas, esperando el orden para ejecutar su oficio, el cual dado arrancaron a un tiempo todos, vertiendo con igual proporción arroyos de agua que muy breve apagaron el polvo que había despertado el tropel, trafago y bullicio de la gente.

(…) llegaron el señor conde de Los Arcos y el señor don Francisco Tenarde, capitanes de las guardas, (…) dieron dos o tres velocísimas vueltas a la plaza, lloviendo considerable multitud de palos, unos dados y otros amenazados, para salir huyendo aquel granizo de la plaza, la cual en un momento se halló despejada del tumulto de los que ya que no beben en la taberna se huelgan en ella.

(…) arrancó uno de los ministros tan veloz carrera hacia el toril, que parecía dejaba de ser carrera y se transformaba en vuelo. Ejecutóse el orden y salió furiosamente a la plaza el primer toro amenazando estragos y causando ruinas con la vista sola; esperaban en buena proporción los caballeros, y acometiendo el indómito animal a uno de ellos, al tiempo de ejecutar el riguroso golpe se halló con un rejón que le atravesaba la cerviz. Pasó adelante aún más encrudecido con la herida, y tuvo tan mal despacho con el segundo caballero que le clavó otro segundo rejón por la testa, apartóse el bruto desmayada ya su violencia y desfalleciendo ya el aliento por la multitud de sangre que había vertido, sonaron los clarines y cayó a un golpe de alfanje, ejecutado por las corvas.

Salió después la segunda fiera, y a esta se siguieron las demás con no menor crueldad y saña, pero así como la primera hallaron bien a costa suya el escarmiento de sus iras en sus prestas muertes, para cuyo efecto quebraron los caballeros con grande destreza y garbo sus rejones, quedando grandemente lucidos y llenos por todas partes de justos y debidos vítores y aclamaciones festivas. Dieron los toreadores de a pie tres lanzadas, ejecutadas con gran destreza y valor y de tan buena maña que no necesitaron los brutos de más diligencia para quedar postrados.

No hubo en toda la festiva lucha desgracia considerable de hombre; sólo quedaron heridos cinco o seis caballos sin detrimento de sus jinetes, que se postraron lucidamente en muchos empeños.

Levantáronse Sus Majestades y diose fin a esta tan lucida fiesta, quedando todos sumamente contentos y satisfecho el natural deseo e inclinación que los españoles tienen a semejantes espectáculos.”