TODO A UNA CARTA

 

JUAN SANTOS CANOVAS CARAYOL
 

 

“Perdóname madre” fue el murmullo que el viento escondió entre las ramas de los olivos para que nadie lo escuchase más que la luna llena. Faltaban varias horas para que despuntase el día cuando abrió la ventana sigilosamente, tiró el hatillo hasta el suelo y dejó caer su cuerpo desde el alfeizar hasta apoyar sus pies sobre la reja del ventanal de la planta baja. Desde ahí saltó hasta el suelo, suspirando porque nadie lo hubiese escuchado. Cuando se cercioró de que así era, tomó el hatillo que guardaba celosamente sus cosas, y emprendió la marcha con los ojos bañados en lágrimas y un nudo en el estómago. Avanzó con paso decidido, la decisión estaba tomada, y cuando un hombre tomaba una decisión había que llevarla a cabo. Por unos instantes creyó escuchar las palabras de un padre que nunca tuvo, aunque sabía que ese tipo de decisiones nunca son aceptadas. Abandonaba sus campos, su tierra, su dehesa, sin saber muy bien cuando volvería y si podría volver. Atrás quedaban sus juegos, su infancia y todo aquello que había sido su pequeño mundo. Atrás quedaba la mujer más buena del mundo, la que hizo las veces de madre en las noches oscuras.. Con el cielo por testigo juró que volvería a por ella, que la sacaría de allí y le compraría la casa que ella se merecía. Eso sería lo primero que haría cuando triunfase. Una ligera brisa comenzó a mecer las ramas de los árboles que se agitaban en una despedida silenciosa. A lo lejos, tras las viejas cortinas de la ventana del dormitorio, alguien lloraba en silencio.

Tuvo que andar toda la noche y permanecer alerta toda la mañana. Atento al más mínimo despiste del portero para encontrar su oportunidad. Tardó en llegar, pero lo hizo. Un segundo, un instante, el suficiente para alguien acostumbrado a saltar corralizas, a deslizarse entre las sombras. Estaba dentro, su sueño estaba a punto de cumplirse. El corazón le latía con fuerza, era su momento. Ya nada importaba el hambre, ni el sueño acumulado, ya no importaban las palizas del cabo. La visión de la guardia civil llevándolo a prisión, aplicando la Ley de Vagos y Maleantes desaparecían, solo había lugar para los trajes de luces, la arena y los clarines. Entraba a matar Juan Antonio Romero, que gran torero, que plaza, que toros. Nada que ver con los viejos cercados, con los animales que él había toreado en las noches de luna en Palma del Río. Aquello era de verdad y ahí estaba él para jugársela. Corría el cuarto toro y el maestro Pablo Lozano daba los primeros pases. El tiempo avanzaba deprisa y los nervios se acumulaban. Sería el siguiente, daba igual el tamaño o la cárcel. Todo a una carta, pero no volvería a pasar hambre. Se armó de valor y saltó a la plaza, a la arena de las Ventas. No hubo tiempo a más, frente a él, Escudero, un toro con los cuernos astillados que no entendía de sueños, ni de ilusiones. Lo corneó en varias ocasiones contra la valla. Mientras, tras las cortinas de un confesionario alguien lloraba, suplicaba, y confesaba su miedo, su ira, su impotencia, su pecado. “Mi Manuel es lo único que me queda, no puedo perderlo”. Tres días tardó en recuperarse en la enfermería y luego de nuevo a la cárcel, de nuevo a los garbanzos huecos, a la ropa grasienta, los golpes e intentos de violaciones. Pero hay ocasiones, pocas quizás, en las que la vida sonríe a los valientes. Por eso, aquella tarde del veintiocho de abril de mil novecientos cincuenta y siete, Manuel Benítez Pérez “El Renco” dejaría atrás su vida de vendedor de frutas y de dealbañil. Dejaría atrás las escapadas nocturnas, para lidiar a escondidas las reses de la ganadería de don Feliz Moreno. A partir de aquella tarde en que se jugó la vida frente a Escudero, dejaría de pasar hambre para convertirse, seguramente no en el mejor torero de todos los tiempos, pero puede que sí en el más famoso, Manuel Benítez “El Cordobés”