“Perdóname madre” fue el murmullo que el
viento escondió entre las ramas de los olivos para que nadie lo
escuchase más que la luna llena. Faltaban varias horas para que
despuntase el día cuando abrió la ventana sigilosamente, tiró el hatillo
hasta el suelo y dejó caer su cuerpo desde el alfeizar hasta apoyar sus
pies sobre la reja del ventanal de la planta baja. Desde ahí saltó hasta
el suelo, suspirando porque nadie lo hubiese escuchado. Cuando se
cercioró de que así era, tomó el hatillo que guardaba celosamente sus
cosas, y emprendió la marcha con los ojos bañados en lágrimas y un nudo
en el estómago. Avanzó con paso decidido, la decisión estaba tomada, y
cuando un hombre tomaba una decisión había que llevarla a cabo. Por unos
instantes creyó escuchar las palabras de un padre que nunca tuvo, aunque
sabía que ese tipo de decisiones nunca son aceptadas. Abandonaba sus
campos, su tierra, su dehesa, sin saber muy bien cuando volvería y si
podría volver. Atrás quedaban sus juegos, su infancia y todo aquello que
había sido su pequeño mundo. Atrás quedaba la mujer más buena del mundo,
la que hizo las veces de madre en las noches oscuras.. Con el cielo por
testigo juró que volvería a por ella, que la sacaría de allí y le
compraría la casa que ella se merecía. Eso sería lo primero que haría
cuando triunfase. Una ligera brisa comenzó a mecer las ramas de los
árboles que se agitaban en una despedida silenciosa. A lo lejos, tras
las viejas cortinas de la ventana del dormitorio, alguien lloraba en
silencio.
Tuvo que andar toda la noche y permanecer alerta toda la mañana. Atento
al más mínimo despiste del portero para encontrar su oportunidad. Tardó
en llegar, pero lo hizo. Un segundo, un instante, el suficiente para
alguien acostumbrado a saltar corralizas, a deslizarse entre las
sombras. Estaba dentro, su sueño estaba a punto de cumplirse. El corazón
le latía con fuerza, era su momento. Ya nada importaba el hambre, ni el
sueño acumulado, ya no importaban las palizas del cabo. La visión de la
guardia civil llevándolo a prisión, aplicando la Ley de Vagos y
Maleantes desaparecían, solo había lugar para los trajes de luces, la
arena y los clarines. Entraba a matar Juan Antonio Romero, que gran
torero, que plaza, que toros. Nada que ver con los viejos cercados, con
los animales que él había toreado en las noches de luna en Palma del
Río. Aquello era de verdad y ahí estaba él para jugársela. Corría el
cuarto toro y el maestro Pablo Lozano daba los primeros pases. El tiempo
avanzaba deprisa y los nervios se acumulaban. Sería el siguiente, daba
igual el tamaño o la cárcel. Todo a una carta, pero no volvería a pasar
hambre. Se armó de valor y saltó a la plaza, a la arena de las Ventas.
No hubo tiempo a más, frente a él, Escudero, un toro con los cuernos
astillados que no entendía de sueños, ni de ilusiones. Lo corneó en
varias ocasiones contra la valla. Mientras, tras las cortinas de un
confesionario alguien lloraba, suplicaba, y confesaba su miedo, su ira,
su impotencia, su pecado. “Mi Manuel es lo único que me queda, no puedo
perderlo”. Tres días tardó en recuperarse en la enfermería y luego de
nuevo a la cárcel, de nuevo a los garbanzos huecos, a la ropa grasienta,
los golpes e intentos de violaciones. Pero hay ocasiones, pocas quizás,
en las que la vida sonríe a los valientes. Por eso, aquella tarde del
veintiocho de abril de mil novecientos cincuenta y siete, Manuel Benítez
Pérez “El Renco” dejaría atrás su vida de vendedor de frutas y de
dealbañil. Dejaría atrás las escapadas nocturnas, para lidiar a
escondidas las reses de la ganadería de don Feliz Moreno. A partir de
aquella tarde en que se jugó la vida frente a Escudero, dejaría de pasar
hambre para convertirse, seguramente no en el mejor torero de todos los
tiempos, pero puede que sí en el más famoso, Manuel Benítez “El
Cordobés” |
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