EL TORO DE LIDIA EN LA GUERRA CIVIL

          

Ahora que, sin llegar a comprender bien que se pretende con ello y hasta donde se quiere llegar, se vuelve a hablar de las numerosas y desgraciadas víctimas reales y morales que forman la penosa servidumbre de la historia negra de la Guerra Civil Española, se puede llegar a decir y sin temor a equivocación, que otra victima más fue el toro de lidia.
Las duras condiciones que dejó la contienda afectaron de una manera tan directa al toro bravo que, según los datos y los historiadores, de no haber sido por la llamada “zona nacional”, que en parte respetó la ganadería brava, probablemente la fiesta de los toros habría desaparecido en los años posteriores al final de la guerra.


La zona republicana pasó de la indiferencia por el mundo de los toros a una exterminación de las reses bravas, comenta el periodista y crítico taurino Carlos Abella que: “En su mentalidad, no tenía explicación que mientras un sitiado Madrid padecía la penuria alimenticia, a escasos treinta kilómetros, en las serranas tierras de Colmenar Viejo, robustos animales –carne al fin- pastaran idílicamente a la espera de que todo ese potencial energético fuera empleado en embestir a un artista vestido de luces.” Así fueron devastadas encastes Jijona, Vistahermosa y Espinosa-Hidalgo Barquero, y ganaderías como las del Marqués de Albayda, Ayala, Manuela Agustina Flores, así como lo más puro del encaste Vistahermosa en manos del propio Marcial Lalanda. De tal magnitud fue la aniquilación que Demetrio Gutiérrez Alarcón en su libro “Los toros de la guerra y del franquismo” reseña el dato de que, solo en la zona centro, fueron sacrificados 12.000 toros de lidia y hasta 32 ganaderías fueron alcanzadas por la depredación.


Pero no acabó aquí el mal momento para el toro de lidia. Concluida la guerra, los objetivos del nuevo régimen pasaban por crear mecanismos de evasión para los ciudadanos, los españoles querían “pan y toros” y como lo primero estaba bastante difícil, por no decir imposible, uno de los principales recovecos que se encontraron y pusieron en funcionamiento fueron los festejos taurinos. Pero en lugar de haber previsto un menor número de ellos, a la vista del desastroso estado de las ganaderías, el franquismo no quiso privar a los españoles de su esparcimiento favorito, llegándose a celebrar hasta 125 corridas de toros en 1939 y más de 150 un año después. Como consecuencia de esta desacertada medida se pagó un alto precio ya que, ante la falta de reses de toros con cuatro años de edad y que se acercaran a los casi 500 kilos reglamentarios en plazas de primera, se comenzaron a echar en las plazas reses de 3 años y con pesos inferiores a 450 kilos, viéndose obligada la autoridad competente a hacer “la vista gorda” en un primer momento, y a reformar el reglamento después mientras durasen aquellas circunstancias de dificultad, pero en definitiva una medida contraria al espectáculo y al buen aficionado a la Fiesta, que se vio privado durante varias temporadas de ver lidiar toros en condiciones.

 

JUAN MIGUEL ALONSO