LA FIESTA NACIONAL VISTA POR UN AMERICANO

 

LA FIESTA NACIONAL VISTA POR UN AMERICANO. NUEVA YORK 1898

 

Jesús Daniel Laguna Reche

Ldo. en Historia

 

         Las corridas de toros y en general todos los festejos taurinos celebrados en España han sido siempre objeto de atención para los visitantes extranjeros, especialmente desde el siglo XVIII, cuando los viajes de placer se hicieron un tanto habituales entre quienes sentían curiosidad por culturas ajenas a la propia. España fue, en virtud de tales inquietudes, un destino solicitado para quienes buscaban tradiciones y sociedades en estado puro. La España más profunda, la de pueblos y aldeas más bien separados que unidos por caminos y carreteras escasas y casi intransitables, la de grandes fincas, caciques, bandoleros (algunos de ellos toreros), campesinos, procesiones y por supuesto- corridas de toros, ajena casi por completo al mundo industrial y a la realidad política (aunque no a las ideologías políticas), atrajo la atención de más de un curioso forastero, como el famoso Washington Irving -Granada le debe mucho gracias a sus Cuentos de la Alhambra- y, ya en el siglo XX, Gerald Brenan, Ernest Hemingway o el cineasta Orson Welles.

        Aquellos viajeros tomaban buena nota de las cosas que les atraían especialmente, y el mundo de los toros siempre fue una de ellas, algo nada extraño considerando lo genuino de la Fiesta Nacional y la cultura que gira en torno a ella: la crianza del toro, el aprendizaje y desempeño de cada uno de los oficios toreros, un léxico específico, y, ante todo, el hecho de ser los festejos taurinos algo muy querido por el pueblo español, quien, valientemente, nunca aceptó las prohibiciones de los monarcas ni las excomuniones de los papas y siguió organizando, como había hecho siempre, corridas, encierros y demás diversiones toreras en sus celebraciones, fuesen religiosas o profanas.

        Los curiosos visitantes extranjeros solían acudir a dichas diversiones y luego, cuando publicaban las impresiones de su estancia en España, dedicaban algunas palabras a explicarle a sus compatriotas qué es eso del toreo, sacando a veces unas conclusiones cuando menos curiosas y en muchas ocasiones injustas, desacertadas o sencillamente falsas. Veamos un ejemplo:

        En el año 1898 la imprenta neoyorquina de Peter Fenelon Collier editó -en inglés, obviamente- la obra España y sus colonias, escrita por un tal Archibald Wilberforce, quien había visitado España y, cómo no, había presenciado algunas corridas de toros, a las que consideraba el deporte de los españoles.

        Se trata de una crítica entre burlesca y admiradora, que compara a los picadores con don Quijote y a los toreros con los luchadores romanos, y que revela el profundo desconocimiento que el autor tenía acerca del mundo del toro y del carácter del pueblo español. Extraigo aquí una muestra de sus palabras:

        Los toros españoles tienen fama inmemorial. Hércules fue engañado por los mugidos de los rebaños de Geryón, el ancestro, según se dice, del duque de Osuna. Los mejores toros de Andalucía son criados por Cabrera y Utrera en pastos idénticos a los de Geryón. Algunos toros castellanos, como los de Madrid, se crían en el Jarama, cerca de Aranjuez.

        Las corridas de toros son muy caras; por tanto, salvo en las grandes capitales y Andalucía, se celebran sólo en grandes fiestas religiosas y en festejos Reales. Los precios de entrada son altos en comparación a los sueldos de España.

        El producto de las corridas normalmente se destina al sostenimiento de hospitales, y, ciertamente, la fiebre y el combate subsecuentes al espectáculo proporcionan pacientes como si los buscasen.

        La plaza de toros está normalmente bajo el control de una sociedad de nobles y señores, las Maestranzas, creadas en 1562 por Felipe II con la esperanza de mejorar la enseñanza de los caballos y caballeros españoles.

        Lo primero es asegurarse un buen lugar antes de la corrida, en la sombra. Los precios de los asientos varían según la posición; la mejor es la cara Norte, en la sombra.

        El encierro, la conducción del ganado desde fuera del pueblo hasta la arena, es peligroso pero extremadamente pintoresco y nacional. El aficionado debe abstenerse de participar. Es un espectáculo excitante para el pobre que no puede permitirse ir a la corrida.

        La tarde siguiente al encierro (normalmente en domingo) todos llenan la plaza de toros; nada, cuando el ambiente está en su apogeo, puede exceder la alegría del público español, vestido para la mejor ocasión, para la corrida. Ésta es para Madrid lo que la revista para París y una carrera de caballos para Londres. Las señoras distinguidas visten en estas ocasiones mantillas blancas con encaje.

        La plaza tiene un lenguaje propio, un dialecto peculiar para el ruedo. La sorpresa a la entrada es única. La clásica escena hace rebosar a los extranjeros en toda la gloria del Sur y recuerda al Coliseo en tiempos de Cómodo. El presidente se sienta en el centro de la grada. El proceso se abre con la entrada de los artistas, los lanceros a caballo o picadores; les siguen los chulos, los asistentes a pie, que visten sus capas de durancillo de forma peculiar, con los brazos salidos hacia el frente; y por último los espadas y el espléndido equipo, el tiro, destinado a arrastrar al toro muerto.

        La profesión de torero tiene muy baja categoría en España, a pesar de que los triunfadores son muy solicitados por algunas jóvenes nobles, y tienen el cariño de las clases más bajas. A aquellos que antiguamente morían en el sitio se les negaba el rito del entierro, como quien muere sin haber confesado, pero ahora hay un cura con asistencia divina (la Hostia consagrada) listo para dar asistencia al combatiente moribundo.

        Cuando toda la compañía ha pasado ante el presidente, suena una trompeta. El presidente lanza la llave de la celda del toro al alguacil o el policía, quien, con su sombrero emplumado, debe cogerla. Los diferentes artistas ocupan ahora sus lugares como los jugadores de un partido de cricket. La corrida es una tragedia en tres actos de unos veinte minutos de duración, todos con la misma rutina. Matan normalmente entre seis y ocho toros en cada función.

        Cuando la puerta de la celda se abre, la curiosidad del público por ver la primera salida es intensa, y como nadie sabe si el toro se comportará bien o mal, todos los espectadores están deseosos por juzgar su carácter desde su entrada en el ruedo.

        En el primero de los tres actos los picadores son los artistas principales, tan valientes como don Quijote. Visten un ancho sombrero tesaliense y sus piernas están cubiertas con hierro y piel. Esta espinillera es llamada “ mona” aunque su nombre más científico es el de “gregoriana” por su inventor, Gregorio Gallo. Cuando el toro empuja al picador, con la lanza bajo el rígido brazo, éste empuja hacia la derecha y mueve su caballo hacia la izquierda; si el toro vuelve pasa al siguiente picador. Esto se llama “recibir”.

        Los toros que rascan el suelo con la pata no son muy apreciados; son abucheados como si fuesen carneros o cabras.

        Los caballos llevados a la plaza no están valorados. Estos españoles rentistas, que tienen puesto el ojo sobre todo en las cosas de valor, son indiferentes a sus sufrimientos, y dicen “¡ah, no vale ná!”. La  tortura del caballo es lo bárbaro de la corrida. Quienes no aman a la noble bestia pueden presenciar su sufrimiento sin indignarse; el hecho de que esos animales no sean valiosos económicamente aumenta el peligro en el ruedo.

        Los picadores están expuestos a salir por los pelos y sufrir fuertes caídas. Estos caballeros a veces demuestran una maravillosa habilidad en el manejo de sus caballos en la plaza, como si hubiese una muralla entre ellos y el toro.

        Cuando la mortal pelea toma la plaza, cuando la vida pende de un hilo, el anfiteatro está poblado de cabezas. Toda expresión de inquietud, impaciencia, miedo, horror y deleite queda reflejada en los comentarios del público.

        El toro es el héroe de la escena, todavía condenado y sin indulto. Nada puede salvarle del certero destino que a todos espera, sea bravo o cobarde. Las pobres criaturas a veces se esfuerzan en vano por escapar y saltan por la barrera adentro del tendido, entre los espectadores, preocupando a los centinelas, aguadores, etc., y creando un divertido alboroto.

        A la señal del presidente y el sonido de la trompeta, el segundo acto comienza con los chulos, palabra que en árabe quiere decir “chaval”, payaso, como en nuestro circo. Eligen hombres jóvenes, que empiezan así su carrera taurina. Su función es retirar al toro del picador cuando lo pone en peligro, lo cual hacen con sus capotes colorados. Su destreza y agilidad es sorprendente. Van vestidos a lo majo, con pantalones cortos y sin polainas, como Fígaro en la ópera “El barbero de Sevilla”. Su pelo está anudado por detrás -moño- y metido en una redecilla de las que se han visto muchas en los vasos etruscos.

        No siempre el torero llega al máximo en su profesión sin haber sido antes un excelente chulo -aprendiz-. Empiezan aprendiendo a atraer al toro -llamar al toro- y aprender su forma de atacar y cómo matarlo. El momento más peligroso es cuando los chulos van al centro de la plaza y el toro los sigue hasta la barrera, donde hay un pequeño banco en que apoyan los pies y saltan por encima, y una estrecha abertura en el entablado por donde pasan directamente. Sus escapadas son maravillosas.

        En ocasiones algunas suertes curiosas son exhibidas por chulos y expertos toreros, que no forman parte regular del drama, como la suerte de la capa, donde se desafía al toro sin más defensa que el capote; otra, el salto tras cuerno, cuando el artista, como el toro baja su cabeza para lanzarse, pone los pies entre sus cuernos y pasa por encima. Los chulos, en el segundo acto, son los únicos artistas. Otra cosa exclusiva es poner pequeños dardos emplumados, banderillas, adornadas con papel cortado de diferentes colores, puestas sobre el cuello del toro. La acción parece más peligrosa de lo que es, pero necesita un ojo rápido y cabeza y pies ligeros. Estos dardos deben colocarse exactamente en cada lado -un buen par-. Algunos llevan pólvora, que estalla una vez puestos, haciendo saltar al toro para loco deleite del público.

        La última trompeta suena de nuevo; la arena ha sido clareada para el tercer acto. El espada, el hombre de la muerte, se coloca solo ante el toro y concentra todo el interés. Al entrar, habla al presidente, lanza su montera al populacho y jura cumplir con su deber. En su mano derecha porta una larga y recta cuchilla toledana, la espada; con su izquierda agita la muleta, la bandera roja, el engaño, el señuelo, que no debe ser, por imposición de Romero, ni tan grande como el estandarte de una cofradía ni tan pequeño como un pañuelo de señorita: debe tener sobre una yarda cuadrada. El color es rojo porque es el que más pone nervioso al toro y mejor esconde la sangre. Siempre hay un matador de reserva por si hay un accidente: es el “media espada” o “sobresaliente”. El espada avanza hacia el toro para atraerlo hacia él -citarlo a la suerte-, estudia su carácter, juega con él un poco, lo deja correr dos o tres veces, y se prepara para el golpe de gracia. Hay diversas clases de toros: levantados, aplomados, parados; los peores son los astutos, que cuando están marrajos y no corren en línea recta son los más peligrosos. El espada que espera para matar es insultado por el pueblo impaciente; él no obstante permanece frío y sosegado, en proporción a cómo estén de rabiosos los espectadores y el toro. Hay muchas maneras de matar al toro, siendo la principal la suerte de frente. El volapié es bello pero peligroso. Una mano firme, ojo y nervio forman la esencia del arte; la espada entra justo entre el hombro izquierdo y la paletilla. Cuando el pinchazo es bueno la muerte es instantánea y el toro, vomitando sangre, cae a los pies de su vencedor, quien extrae la espada y la agita como señal de su triunfo, que lo es de la inteligencia sobre la fuerza bruta: todo lo que era fuego, furia, pasión y vida cayó en un instante y calló para siempre.

        Entra ahora el equipo de mulos, adornado con banderas y campanillas, cuya llamativa decoración contrasta con la dura crueldad y la sangre. El toro muerto es arrastrado al galope, que deleita al pueblo.

        El espada limpia su cuchilla y saluda con admirable sangre fría a los espectadores, quienes lanzan sus sombreros a la arena, una felicitación que él agradece devolviéndolos.

        Hasta que no se cubre de oscuridad el cielo, el populacho no se retira a sacrificar el resto de la noche a Baco y Venus.

        Dejo al lector la labor de enjuiciar lo dicho por el señor Wilberforce, pero considero que es bastante palpable la imagen que se da en el texto de los españoles como un pueblo vulgar, salvaje, cruel y bastante inclinado al vino y las mujeres.

        En todo caso, cuando en España vemos las imágenes de la masiva presencia de extranjeros en los encierros de San Fermín, o de las corridas que se celebran en Latinoamérica e incluso China -donde se están construyendo enormes plazas de toros-, tenemos que sentir, como poco, orgullo, porque el toreo es parte de la cultura española, por mucho que algunos lo nieguen, dando del mundo del toro una imagen harto falsa e injusta y haciendo gala de un ecologismo absurdo y poco acorde con la realidad.