EL TOREO: DEL TEMOR AL AMOR | |
MERCEDES MARÍN TORICES LICENCIADA EN DERECHO - PERIODISTA TAURINA
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“Se ama aquello por lo que se trabaja y se trabaja por aquello por lo que se ama” Erich Fromm Hace 50 años, la revista Life publicó la obra magistral del estadounidense Ernest Hemingway, gran amante de la fiesta taurina, “El Viejo y el Mar” e impactó al mundo porque vendió en tan sólo dos días cinco millones de ejemplares. “El viejo y el mar” es un homenaje a la perseverancia, es la lucha por la vida del hombre. Santiago, el pescador protagonista de la novela es o podría ser cualquiera de nuestros toreros que hoy, con todas las dificultades que entraña la crisis, está en figura, cualquiera de nuestros diestros que luchan día a día por abrirse un sitio, cualquiera de esos niños-chavales-adolescentes que sueñan con llegar un día a encumbrar su carrera. Su historia es triste, pero no pesimista : por el contrario muestra que siempre hay esperanza que, aun en las peores tribulaciones y reveses, la conducta de un hombre puede mudar la derrota en victoria y dar sentido a su vida. Su historia podría ser la de Joselito el Gallo, la de Manolete, la de Mazzantini, la de Morante de la Puebla, la de Ponce, la de Finito de Córdoba, la de Pepín Liria, la de Hermoso de Mendoza…la de tantos otros. Dice nuestro Santiago, pescador de sueños, “soy un hombre cansado. Pero he matado a este pez que es mi hermano y tengo que terminar la faena. Cuando el viejo lo vio venir se dio cuenta de que era un tiburón que no tenía ningún miedo y que haría exactamente lo que quisiera. El viejo tenía ahora la cabeza despejada y estaba lleno de decisión, pero no abrigaba mucha esperanza. "El hombre no está hecho para la derrota -dijo-. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado". Silverio Pérez, gran torero mexicano, se lanzó también a las letras el 29 de junio de 1955 y, en forma de epístola le escribe a su “compadre” Jorge Pagés Llergo, una carta llena de emociones y sentimiento, no exenta de humor, en cuyas palabras puede leerse: “Compadrito: veo que tú no haces otra cosa que buscarme líos. ¿Recuerdas aquella vez que me obligaste a ponerme un traje de etiqueta? Fue en un aniversario de tu otro “hijo”; Después recuerdo aquella tarde en El Toreo. Yo había quedado mal (para variar) y tú, que habías tenido un pleito en los tendidos, por mi culpa, te pusiste sabroso y me regalaste un toro. Y dime, compadrito: ¿qué necesidad había de eso?; más tarde quisiste que yo fuera jugador de dominó para que te acompañara en tus desveladas; Tu última puntada fue cuando quisiste hacerme diputado. Y me hablaste tan bonito, compadre, que hasta me compré mi texano y mi traje de gabardina para irme acostumbrando. Pero mejor quiero escribirte sobre algo que conozco mejor que nadie: sobre el miedo, compadre. Y en esta especialidad, ni modo que venga alguien a darme un baño. Nadie va al toro a buscar deliberadamente que las astas se lleven los alamares. Y de paso las carnes, las venas y hasta la vida. Para impedirlo está dentro de cada quien el miedo. El miedo, compadre, que se experimenta de pronto, como ahogo que detiene el aire en los pulmones, como un gran cansancio que te impide el movimiento, como ansiedad por algo que no se conoce pero que se va acercando para maltratarte, como ganas de llorar sin motivo, de explicar a gritos cosas que se agitan cerca del corazón. Yo empezaba a sentirlo inesperadamente, lo mismo en el patio de cuadrillas que en mi cama, la noche anterior a una corrida. Lo sentía llegar cuando menos pensaba en él, a veces en el burladero, a veces en la exacta mitad de una verónica. Llegaba en forma de escalofrío y me engarrotaba los músculos, como sudor viscoso que hacía resbalar el capote sobre mis manos, como dolor en los muslos y sabor de cloroformo en la boca. No sabes compadre, lo que es tener, que ir al toro en esas condiciones, esperando que en cada lance te tropiecen los cuernos y la plaza empiece a girar llena de gritos. No te imaginas lo que es presentir el olor de la anestesia y sentir que por las piernas resbala la vida. Con decirte que se la oye gotear. Yo nunca acepté mi miedo. Me daba coraje y entonces hacía mis cosas olvidándome de los fantasmas. Pero como te digo, de repente, llegaba aquello y entonces se terminaba mi voluntad. Me aplanaba, sencillamente. En aquellas ocasiones conseguía dominarlo, sabiendo que no duraría mucho tiempo vencido y que poco a poco se iría imponiendo. Nunca tardaba el mismo tiempo y a veces me dejaba redondear una faena y otras ni siquiera el primer quite, de lo que tardara en apoderarse de mí dependían las orejas. Yo quise entender esto y pensaba al principio que era porque tenía a mí “Negra”, después porque “Poncholín” venía en camino; luego porque sus otros hermanitos habían llegado; más tarde porque el ranchito empezaba a formarse y luego, quién sabe cuántas cosas, pero el caso es que siempre encontraba manera de justificarlo. Impotente contra el miedo tuve que torear muchas tardes. Cómo luché por imponerme es cosa que solamente yo podría entender. Enfermo de espanto, salía a la plaza ya fuerza de voluntad conseguía los aplausos, con el sobresalto siempre de que aquello me engarrotara cuando mejor sentía mis cosas. El miedo es cosa terrible, compadre. Y peor todavía es el miedo de tenerlo. Imagínate, tener miedo del miedo. Hasta parece albur, pero es la verdad de lo que me ocurría. Entre miedo y miedo la fui jalando, hasta la despedida. Y aquí me tienes hoy, tan ignorante del campo como del toro, pero dueño ya de mis nervios, sin el presentimiento cobarde de la cogida, sin otro miedo que no sea de que se me muera un puerquito o se me hiele la milpa. Espero que estés satisfecho, compadre, con la confesión de tu amigo que te desea incontables faenas al frente de tu revista. Pero sin miedo.” Transcribo y reproduzco el texto porque me parece entrañable y sincero como ese excelente libro de Mario Vargas Llosa, “La verdad de las mentiras”. Y también porque me gustaría hacer una reflexión personal sobre el temor y el amor que son las dos sensaciones cumbres de nuestra alma, las que dan lugar a todas las demás, las que nos hacen vivir con plenitud o, por el contrario, con pavor, pánico y desconfianza ante la vida. No digo yo que el “torero” sea o haya sido creado de manera diferente al resto de los seres humanos pero lo es. Supera el temor porque, como decía Silverio, “porque Poncholín venía en camino”. Son capaces de enfrentar el temor con melancolía pero también con la sensación de poder superarlo y transformarlo en esa otra energía que es el amor, el arte, la entrega. Son capaces de hacer un duro ejercicio de introspección que te lleva a conocerte a ti mismo, a saber lo que quieres de la vida, a valorar la alegría como el más preciado de los bienes. La verdad es implacable y puede acercarse a ti sigilosa en cualquier momento, puede ser fastidiosa, pero te muestra el espíritu tal y como es. Todo consiste en llegar a darse cuenta de que la obra del alma consiste en darse cuenta de quién es ella misma, en darse cuenta de que todos los demás se den cuenta de quienes son. Parece fácil, pero no lo es. He ahí el mérito. Cuanto más avanzamos hacia las profundidades de nuestro ser, o el ser de los otros, más nos elude la meta del conocimiento. El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos. Cuando falta tal preocupación activa, no hay amor. La esencia del amor es "trabajar" por algo y "hacer crecer" El amor y el trabajo son inseparables. Respeto, responsabilidad, devoción. Ese es el credo del toreo. Amar significa comprometerse sin garantías, entregarse totalmente con la esperanza de producir amor en la persona amada. El amor es un acto de fe y quien tenga poca fe también tiene poco amor. Torear significa un compromiso, un juramento consigo mismo, la capacidad de solventar un conflicto en décimas de segundo. Esa es su grandeza.
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