TOROS BRAVOS PERO BRAVOS |
En Granada y Agosto de 1934 presentaba y prologaba el Profesor de su Universidad Don Antonio Marín Ocete, Catedrático que fue de Paleografía y mucho más tarde Rector de dicha Institución académica, la edición en dos tomos, con paginación única, de un prácticamente ignorado y rarísimo manuscrito conservado en la sevillana Biblioteca Colombina, instalada en su Catedral, titulado “Anales de Granada”. He dispuesto de esta edición, aunque, agotadísima hace muchos años, nuevamente ha sido reeditada por la misma Universidad hace poco, dado su enorme interés. Dicho manuscrito, debido a la pluma y la paciencia de un casi desconocido Francisco Henríquez de Jorquera, tiene enorme interés para la historia de nuestra tierra porque, aparte de los datos que aporta sobre las guerras de Granada –tomados de cronistas e historiadores anteriores-, y sobre las diversas ciudades y villas del antiguo Reino, tiene uno de sus libros, que son tres, destinado a seguir año por año y, si había caso, día por día, lo que iba ocurriendo ante sus ojos en la vida diaria de la ciudad, aparte de referirse de paso a los grandes sucesos nacionales e internacionales. Esta parte es la que realmente contiene los “Anales” de Granada, que figuran como título de la obra completa, cuyos sucesos transcurren entre 1588 a 1590 y, tras una laguna de trece años, entre 1603 a 1646, en que debió morir en Sevilla. Nació nuestro autor en Granada en 1594, hijo de Miguel Henríquez –soldado del ejército de Felipe II en la Guerra de los Moriscos, en la Alpujarra,- y de Damiana de Jorquera –de familia de menestrales, entre los cuales hallamos honrados oficios oficios tales como barbero o sastre-. No era una familia bien acomodada. No obstante, tras la guerra, su padre consiguió hacerse en Alfacar de una pequeña finca procedente de los bienes confiscados por la Real Hacienda a los moriscos sublevados. Allí se trasladaron Miguel y Damiana con su hijo Francisco, permaneciendo allí dieciséis años, que éste cariñosamente recuerda como de feliz existencia pueblerina y juvenil. A veces pasaban temporadas en la capital, con domicilio en la parroquia de Santa Ana. Hacia 1615, con veintiún años, se casó nuestro hombre con Gabriela de Mesa, que murió sólo cuatro años después, en 1619. Viudo joven, tras seguir un tiempo en la misma feligresía, se muda a la de San Andrés, donde trabaja como sastre a las órdenes del maestro Tomás de Espinosa, en la calle de Elvira. Pronto se enamoró de la juvenil hija de su jefe, Luisa de Espinosa, que sólo tenía catorce años, y a la que a poco prometió ser su marido, cosa que indignó a sus futuros suegros. Dispuestos ellos a casarse, acudieron a la autoridad correspondiente en demanda de depósito de la novia en una casa honorable, que fue la del caballero Don Diego del Águila, siguiendo enseguida la documentación eclesiástica que autorizaba al párroco de San Andrés a casarlos. Se supone que su maestro lo puso en la calle sobre la marcha, y que ambos progenitores no asistieron a la boda. Luisa, además de ser muy joven, era también una criatura enfermiza, por cuya causa Francisco, ya tarde, se traslada con su mujer a su posesión de Alfacar en Enero de 1623, en busca de sus sanos aires serranos. De poco sirvió este cambio, ya que la pobre Luisa murió a los cinco días en ese bello pueblo. Por entonces, el doblemente viudo, aficionado a la historia, y quizá para paliar su tristeza, ya había empezado a reunir datos y a escribir sus Anales. Ha regresado ya a su parroquia granadina de San Andrés, aunque sube son frecuencia a su finquita de Alfacar, quizá para visitar de vez en cuando la tumba de su querida Luisa. Año y medio después de quedarse viudo por segunda vez, en torno a los treinta de edad, está tramitando su tercer intento conyugal, siendo esta vez la novia María de Jesús, viuda desde 1622 de Marcos López de Bedmar, con quien había vivido once años. Esta boda se celebra en su iglesia de San Andrés en Agosto de 1624, comenzando entonces para Francisco una nueva vida, dedicada a escribir, con frecuentes viajes por toda España y no menos frecuentes publicaciones de versos, que fueron seguidos, con los años, por diferentes obras. Hacia 1643 se traslada a Sevilla, donde murió en el 1646, en que bruscamente se corta el manuscrito de los Anales. Revelan éstos una enorme curiosidad por toda clase de sucesos, felices o desgraciados, de los que deja constancia con pluma fácil y expresiva. Entre estos aconteceres diarios de Granada no podían faltar las fiestas, incluidas las taurinas, de una de las cuales vamos a ver el ejemplo más elocuente y demostrativo. El 19 de Agosto de 1609, martes, -según reza la página 562 de los Anales-, la Ciudad celebró Fiestas Reales en la Plaza de Bibarrambla, no sabemos con qué motivo. Tal vez por el deseado Real Decreto de expulsión de los moriscos, o por la gloriosa Canonización de San Francisco de Borja, tercer Padre General de la Compañía de Jesús y antes Duque de Gandía y Marqués de Llombay, al servicio inmediato del Emperador Carlos V. Es conmovedora y conocida su conversión al entregar en Granada, para su sepultura, el cadáver de la que fuera bellísima Emperatriz Isabel. Se lucieron en estas Fiestas lujosas libreas y hubo juegos de cañas, que simulaban batallas con lanzas, en los que lucía la habilidad de los jinetes. Presidía en nombre de la Ciudad el Alférez Mayor y Caballero Veinticuatro –Regidor- Don Egas Fernández de Córdoba y Zapata, Señor de la villa de Luque, a quien se vio también correr cañas años después, en 1611, ya en el coso y no en la presidencia. Hubo corrida de rejones –no había otras-, en la que torearon el dicho Don Egas, Don Gabriel Téllez-Girón –Caballero de la Orden de Alcántara y Señor de la villa de Cardela-, Don Gaspar de Pernía –que ya había actuado en otra corrida de 1604- y Don Antonio Enríquez Portocarrero –Caballero de la Orden de Santiago, Veinticuatro de Granada y Señor de la villa de La Monclova-. Eran los toreros de la época: nobles, ricos y a caballo. No todos podían costearse un caballo como los que se usaban para torear, igual que pasa hoy, que son auténticas joyas. Era el toreo un ejercicio militar propio de nobles caballeros, ya que sólo podían ellos ostentar los grados de oficiales en el Ejército y la Marina, que siempre combatían a caballo, excepto, lógicamente, en las batallas navales. A falta de Academias Militares en la época, se formaban los cadetes en las Reales Maestranzas de Caballería, a fin de dominar el arte ecuestre. Datan de los tiempos de Felipe II , siendo las más antiguas las de Ronda y Sevilla. Ya en el posterior siglo XVIII las reestructuró Carlos III, quedando finalmente cinco, de las cuales son las posteriores las de Granada, Valencia y Zaragoza. Cada Maestranza poseía un picadero, coso o plaza, donde realizar ejercicios de aprendizaje bélico, siendo primordial el realizado “con fuego real”, como hoy se dice, y que consistía en enfrentarse a caballo con un toro bravo, cuyos cuernos podían ser más peligrosos que los de un rival con su lanza o sable, tanto para el caballero como para su montura, imprescindible para seguir con vida. Por eso las antiguas y bellísimas Plazas de Toros de Ronda y de Sevilla se llaman “de la Maestranza”, ya que todavía son propiedad de las respectivas nobles Instituciones, ambas cunas del mejor toreo español. La Maestranza granadina tuvo su plaza, situada en El Triunfo, en el centro de la que es hoy amplia Avenida de la Constitución, entre los Jardines y la Delegación de Hacienda. Resultó destruida tras un vendaval –creo que con incendio- en el siglo XIX. Se conservan fotografías, de las primeras hechas en España, y no era ninguna joya arquitectónica, al estilo de las famosas citadas. La noble Corporación dueña no tuvo después medios para reedificarla. Desde entonces, como en el resto del país, se han construido muchas plazas de toros, pero ya por iniciativa privada empresarial y como sedes del toreo-espectáculo, muy lejos ya de su origen y finalidad de adiestramiento militar nobiliario. Naturalmente, el mundo del toreo maestrante, de Señores, requería el complemento y servicios de numerosos subalternos, gentes del mundo plebeyo, expertos en caballos y bureles, así como en otros saberes complementarios, quienes, con los años, sabían más del arte de torear que sus, a veces, bisoños jefes. Con el tiempo, iban obteniendo de ellos permisos para intervenir, naturalmente a pie, en las corridas; surgiendo así el toreo actual, en el que los caballeros rejoneadores son escasos, mientras del pueblo sencillo surgían los genios que han dado fama y gloria a la Fiesta Nacional, pisando el albero. El “saque de honor” –como ahora en el fútbol- lo hizo Don Gaspar de Mendoza, alcaide del castillo y fortaleza de Bibataubín - actual sede de la Diputación Provincial-, quien dio la primera lanzada. Y vayamos ya a la corrida. Las de entonces podían durar el día entero, por lo cual la gente se llevaba comida. Se lidiaron nada menos que 20 toros 20, de tal bravura que el respetable quedó asustado y horrorizado. No menos puede decirse de bichos que mataron a treinta y seis personas –“caso lastimoso”, comenta el cronista- y cuatro caballos. Hubo además más de sesenta heridos, entre los que se contó el citado rejoneador Don Gaspar de Pernía, que quedó muy mal parado. Se supone que la mayoría de las más de cien víctimas, excepto el herido Don Gaspar, eran subalternos. Entonces no cabía interrumpir la corrida ante treinta y seis cadáveres, porque eran así de salvajes y porque consideraban que aquello era lo que daba la sal y la emoción de la fiesta. Gajes del oficio. Además, los muertos eran personas insignificantes. Esto me recuerda aquélla crónica de un accidente ferroviario, hace muchos años, donde el sensible periodista afirmaba sin temblarle la pluma: “Afortunadamente, todos los muertos eran de tercera”. Continuando con nuestro divertido festejo, dice Jorquera que no hubo demasiadas lanzadas porque los morlacos, ferocísimos como se está viendo, no se dejaban. Buena prueba de ello la dio el último, que todavía estaba en la plaza a las nueve de la noche porque no había quien se atreviese a desjarretarlo. Téngase en cuenta que las nueve de la noche de entonces son las once de ahora, pues no se había descubierto aún esa genialidad del cambio de horario veraniego. Efectivamente, el bicho, persona que veía, persona que corneaba: éste mató a cinco hombres, sin contar heridos. Al final, en vista de que la “diversión” se eternizaba, intentaron sin éxito encandilarlo con fuegos, tras lo cual no hubo más remedio que escopetearlo hasta que murió. No lo mató la Guardia Civil porque aún no se había inventado. Hubiera hecho falta una metralleta. Dice finalmente Jorquera que, desde entonces, esta fiesta de 1609 fue recordada como “la de los toros bravos”. No se sabe cómo serían los mansos, según este baremo, dado el nivel requerido para calificar la bravura. De las fieras de aquel lejano 19 de Agosto comenta Henríquez y cierra la plaza diciendo que fueron “peores que demonios”. No es fácil imaginar, con nuestra mentalidad actual, cómo el público podía aguantar esta carnicería hasta el final. Quizá todavía estaba vivo el recuerdo de los circos romanos, con su masacre por degollina de los gladiadores vencidos. Ya lo hemos dicho: gajes del oficio y que la plebe disfrute. La verdad es que también en nuestros días hay gentes capaces de hacer cosas peores contra personas inocentes, como desgraciadamente hemos padecido recientemente: esos sí que son peores que demonios, pues, al fin y al cabo aquellos toros eran animales que seguían los impulsos de su naturaleza y que no hicieron más que defenderse, como era su obligación, de quienes querían divertirse a su definitiva costa. Huéscar, 31 de Julio de 2004. Vicente González Barberán. Director del Archivo Orleans-Borbón. Del Centro de Estudios Históricos de Granada y su Reino. Del Instituto de Estudios “Pedro Suárez” de Guadix. |