TOROS EN LA PLAZA DE SAN PEDRO……….. DE ROMA |
Estamos a dos de Enero de 1492. Granada se ha entregado por fin a Sus Altezas los Reyes Don Fernando y Doña Isabel, que, a partir de ahora, lo son de Castilla y Aragón, como solían, y también del recién extinguido reino nazarí. La Cancillería Real, todavía es una ciudad sitiadora de Santa Fé, hierve en actividad de secretarios y amanuenses, mientras emisarios al golpe parten con cartas para todas testas coronadas del mundo amigo conocido. Granada y su reino habían retornado a la Cristiandad, y ya se había repuesto el obispado romano-visigodo que sirvió de aula al concilio de Elvira, el más antiguo del cristianismo español, allá por el siglo IV. El Papa tenía que enterarse de todo y con detalle para dar gracias a Dios y ponerse a crear o confirmar Prelados para la propia capital y para las que se sabían fueron cabeceras de diócesis en Baza, Guadix, Almería, Málaga, etc. Había que reconstruir todo el Cristianismo del Sureste español. Efectivamente, la noticia cayó en la Ciudad Eterna como una bomba de gozo. Todo eran felicitaciones, abrazos y cánticos de gratitud al Altísimo por el retorno de la Iglesia del último reducto del Islam español. Entonces surge la idea genial en la mente de un cardenal español y valenciano, de Gandía. Era don Rodrigo de Borja, sobrino de S.S. El Papa, igualmente español, valenciano y Borja, Calixto III, ya fallecido; quien había dejado a su joven pariente muy bien colocado en la corte Pontifica. Tan bien, que ya era cardenal y muy pronto sería S.S. Alejandro VI. Los Borgia -y con ellos el Cardenal D. Rodrigo- lucen en su escudo de armas, por si fuera poco, una cabeza de toro, mirando de frente, Dios sabe con que intención. Los italianos escriben “Borgia”, que es su forma de leer en español “Borja” cuando lo ven así escrito. Las intenciones de los Borgia, renacentistas, y sus resultados, son ya bastante conocidas, aunque modernos estudios se ocupan ahora en limpiar la memoria de Alejandro VI y de sus hijos, sobre todo César y Lucrecia. Pero no sigamos ahora por ese camino. Sólo resta añadir que fue este Papa Alejandro VI quién dio a los victoriosos monarcas españoles el título de “Reyes Católicos”, aunque luego se llevara a matar con D. Fernando, otro aragonés tan astuto y maquiavélico como él: quizá por eso mismo y porque le debía el favor de haber escalado el solio pontificio. El caso es que, conocida en Roma la noticia de la Toma de Granada, lo menos que se podía ocurrir a un cardenal español, valenciano y con un toro en su escudo, era proponer la organización de una corrida de toros en la Ciudad Eterna: en la propia Roma y en una plaza que, por lo visto, ya debía ser redonda, aunque todavía no tuviese la columnata barroca de Bernini, ni, en su centro, el gran obelisco egipcio: ¿Que plaza más propia para una celebración taurina y cristiana que la mismísima área de San Pedro, ante la tumba basilical del primer Obispo de Roma, y con el Papa en el palco?. Tela roja para capas y muletas no habrían de faltar donde había más obispos que monaguillos, y estos también vestían de rojo. El caso es que la corrida se celebró y fue un éxito. El hecho de escribir ésto en Huéscar, lejos de mi archivo, me priva de consignar más datos que resultarían interesantes. Lo que ahora dejo sobre el papel es una curiosidad por pocos conocida y casi inverosímil. Nada más recuerdo ahora sobre este asunto, aunque si tengo claro que la tal corrida sería más al estilo medieval de “correr Toros”y alancearlos, que a la manera en que, desde el siglo XIX, venimos conociendo. Es seguro, por tanto, que no hubo “espadas”, ni picadores, ni banderilleros, ni orejas, ni pasodobles. Tampoco sabemos que se sirviera ese día una monumental paella en los Palacios Papales, aunque ello hubiera ido en conformidad con los gustos del Cardenal Borja, así como en consonancia con los colores oro y rojo -arroz, azafrán, pimientos morrones y mariscos, por ejemplo- de los cordones de seda de los documentos pontificios, o de las mismas banderas de la Corona de Aragón, de los que, por circunstancias, han derivado los de nuestra actual bandera española a través del Reino de Nápoles, entonces español y aragonés. Y lo que son las cosas: no muchos años después, a nuestro piadosísimo rey Felipe II le vinieron de Roma bulas explosivas en las que se prohibían las corridas de toros, cosa que ni el Papa -que fulminaba excomuniones contra los taurófilos- ni el rey consiguieron jamás de nuestro pueblo, por más que los anatemas se reiteraron hasta el aburrimiento. Ni caso. Era mucha afición aquella de los españoles de entonces y de ahora. Hartos de fracasar en ese inútil empeño, los Pontífices acabaron olvidando las excomuniones contra la fiesta nacional y archivando el tema. En nuestro país, por el contrario, nunca se ha celebrado una fiesta importante sin su correspondiente corrida de toros, incluidas las fiestas religiosas. No hay más que aludir las corridas del Corpus de Granada, de San Fermín en Pamplona, San Isidro en Madrid, y de las Santas en Huéscar. Es más: se pedía al rey licencia para celebrar corridas, como único medio eficaz para conseguir el dinero suficiente para arreglar la Iglesia, construir un altar, tallar una imagen o comprar un manto bordado para la Virgen Patrona. O para la capa del cura. Durante el siglo XVIII, casi consigue acabar con la fiesta el piadosísimo, y por otra parte magnífico monarca Carlos III, hombre serio que prohibió en sus reinos tanto las corridas, los gigantes y cabezudos, como otras muchas costumbres populares hispánicas, poco agradables a la reciente y francesa casa de Borbón, de reyes taciturnos en el comienzo de la dinastía, pero no hora, gracias a Dios. Fueron los franceses de Napoleón y el bienintencionado José I Bonaparte, que no bebía, ni era feísimo, ni quiso otra cosa que hacer otra España mejor, aunque su imperial hermano no lo dejó y le estropeó las cosas, quienes restauraron en España las corridas como medio de atraerse a las masas populares de nuestro país, hostiles a muerte desde el dos de Mayo. También restauraron a todo trapo las funciones de teatro hasta entonces prohibidas por pecaminosas, desde los tiempos del ya citado Carlos III. La primera Ordenanza de Toros española es de la época napoleónica, tan amigos como son nuestros vecinos franceses de ordenarlo todo. No olvidemos que la divinización cultural de los toros viene desde que al gabacho Bizet se le ocurrió escribir la ópera “Carmen”, con su “toreador” y su dramón de cuernos. Tras la Guerra de la Independencia, y vuelto del exilio francés El Deseado Fernando VII, éste quitó de enmedio todo lo que hicieron los franceses y los liberales, pero acentuó lo de las corridas: hasta llegar a crear la famosa Escuela de Tauromaquia de Sevilla, la primera de España, bajo la sabia dirección del famoso rondeño Pedro Romero. Los liberales le odiaban, pero el pueblo le adoraba: le gustaban más los toros que la Constitución. El caso es que, dada la poca afición de l Iglesia antigua a los toros, quizá porque el espectáculo le recordase a los anfiteatros romanos y a sus mártires, resulta curioso que se llegase a celebrar en San Pedro esa Corrida de la Toma de Granada y que fuese ésta una manera de celebrar muy a la española un suceso tan decisivo para la Historia de España y de Europa. Sólo una nota final sobre los antitaurinos, que de vez en cuando piden en los foros internacionales que echen a España de su seno hasta que suprimamos la llamada Fiesta Nacional. Conozco a muchos extranjeros que se horrorizan de tanta crueldad acumulada. Se creen que si soltásemos a los pobrecitos toros, como si fuesen canarios liberados de su jaula, volverían libres a la naturaleza, como gacelas o cervatillos felices. Lo que ocurriría es que se acabaría la especie, ya que el toro de lidia es un animal artificial, producto de la sabiduría ganadera y de la propia fiesta. Existe ese bellísimo animal llamado toro bravo porque hay fiesta de toros, donde además se le da la oportunidad de morir matando, honorablemente, y no en la sordidez de un matadero. Si no son para la Fiesta, vuelven a la cadena alimenticia de las tablajerías. La nota final a la que antes aludía es autobiográfica y se refiere a un suceso al que asistí: Por la primavera de 1961 estaba yo ampliando estudios en la Universidad alemana de Würzburg (Baviera). Era el único estudiante español. Solía reunirme con chicos compatriotas, casi todos jóvenes trabajadores de una cercana fábrica de la empresa Siemens. En una discusión con alemanes, estos nos reprochaban lo bárbaros que éramos, por hacerles a los pobrecitos toros aquellas perrerías y barbaridades: “como sois capaces de hacer algo tan cruel con tan inocentes criaturas?” Y respondió un chaval toledano -Ismael se llamaba- : “Es fácil y vosotros lo entenderéis bien: nos figuramos que son judíos y ya está”. Allí acabaron la conversación y la reunión. Los alemanes se fueron en silencio sin saber a dónde mirar. En mi vida he oído una contestación tan ingeniosa, tan a punto y tan demoledora. Y eso que el buen Ismael era un chaval sin estudios: un sencillo trabajador emigrado.
Huéscar, 27 de Agosto de 2.003 Vicente González Barberán |