IGNACIO SÁNCHEZ MEJÍAS | |
Ignacio Sánchez Mejías nació en Sevilla el 6 de junio de 1891. Su padre, que era médico, quiso que siguiera su profesión, pero el muchacho ni siquiera terminó el Bachillerato (más tarde, siendo ya mayor, obtuvo el título en un solo examen), se escapaba de clase para jugar a torear en compañía de otros chicos de su edad, entre los que destacaba el que luego sería conocido con el mítico nombre de Joselito “el Gallo”. Embarcó de polizón rumbo a Nueva York cuando contaba 17 años. Fue detenido, pero uno de sus hermanos, que vivía en Méjico, lo rescató. En la nación azteca, en 1910, hizo su aparición como banderillero. En 1913 se presentó en la plaza de las Ventas de Madrid con novillos de Fernando Villalón y, al año siguiente, en la de Sevilla. Allí sufrió una terrible cornada en la femoral. Sobrevivió, pero pasó unos años apartado de los toros, aplazando su gran ilusión de llegar a ser matador. |
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En 1915 contrajo matrimonio con Lola Gómez Ortega, hermana de su amigo Joselito, de cuya cuadrilla formó parte durante tres años. Al lado de aquel torero genial, de técnica clásica y depurada, aprendió Ignacio lo mejor de su arte. Siempre fue un torero muy popular y admirado por la afición, aunque era de carácter serio y aparentemente antipático. Tras un gran éxito en la Monumental de Sevilla en agosto de 1918, tomó la alternativa en Barcelona el 16 de marzo de 1919, siendo Joselito su padrino y Juan Belmonte el testigo. Su confirmación tuvo lugar en Madrid en la corrida de la Beneficencia en abril del año siguiente. Su cuñado volvió a ser su padrino y de testigos actuaron el mismo Belmonte y Varelito, con reses de Vicente Martínez. Se dice que en 1920 tenía contratadas más de cien corridas, un récord en aquel tiempo, aunque no pudo celebrarlas todas a causa de dos cornadas que recibió. El 16 de mayo de 1920 se presentó con Joselito en la plaza de Talavera de la Reina. El toro Bailaor, en un quiebro imprevisto, produjo a José una herida mortal. Ignacio terminó la faena y mató al toro. Cuando acabó la lidia, corrió a la enfermería, pero llegó tarde. Joselito ya había muerto. El recuerdo de su cuñado y amigo acompañó siempre a Ignacio. Tal vez por eso buscó consuelo en la novia de Joselito: la cantante y bailarina, guapa e inteligente Encarnación López Júlvez, conocida en los anales de la música española como “La Argentinita”. Durante algunos años mantuvieron su idilio en secreto, pero ya en 1925 era conocido de todos la relación amorosa de la pareja, aunque Ignacio no abandonó nunca su vida familiar, ya que tenía dos hijos a los que quería con locura. Por estos años tuvo sus más y sus menos con los empresarios taurinos por cuestiones económicas. En represalia, no fue contratado para la Feria de Sevilla de 1925. Cansado un poco de estos problemas, y tras algunas cogidas, abandonó los ruedos en 1927. También por estos años, y por influjo de “La Argentinita”, conoció e hizo amistad con los miembros de la generación poética del 27: Jorge Guillén, García Lorca, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre..., y con el compositor Manuel de Falla. Era un hombre culto y activo a la vez, polifacético y brillante. Escribió poemas, obras de teatro, como Sinrazón y Zaya, y el texto de Las calles de Cádiz, espectáculo musical en el que “La Argentinita” interpretaba, entre otras, las canciones populares que García Lorca había recogido del folklore español: La Tarara, Los pelegrinitos , Los cuatro muleros, etc.; intervino en alguna película, pronunció una conferencia sobre tauromaquia en la Universidad de Columbia, en Nueva York; fue presidente del Real Betis Balompié... Fue, en fin, un hombre de su tiempo, integrado en las corrientes intelectuales de la sociedad de la època, y siempre un ser humano lleno de vitalidad. En 1934 decidió volver a torear. Sentía nostalgia de los aplausos en la plaza y tal vez le atraía el destino trágico de su ídolo y mejor amigo, cuyo recuerdo tenía siempre presente. El 11 de agosto no tenía previsto torear. Pero Domingo Ortega había sufrido un accidente de coche, y el apoderado Dominguín le había pedido que lo sustituyera en la corrida de Manzanares (Ciudad Real), acompañando a Armillita, Alfredo Corrochano y al rejoneador Simâo da Veiga. No quiso negarse. Y el primer toro, de la ganadería de Ayala, de nombre Granadino, astifino y manso, lo hirió de gravedad. No quiso que lo operaran en la pobre enfermería de la plaza y pidió ser trasladado a Madrid. Entró consciente en el hospital. A los dos día, la gangrena le provocó la muerte, entre insufribles y constantes dolores. “La Argentinita” no pudo verlo, porque la legítima esposa y los hijos permanecieron junto al torero hasta el último momento. Su entierro fue tan emotivo como el de Joselito “el Gallo”, su cuñado, su maestro y su amigo. Ambos reposan en el cementerio de San Fernando de Sevilla. Impresionado por la muerte de Ignacio, la misma tarde del entierro, empezó a escribir Federico García Lorca uno de sus más conseguidos poemas: Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. En esta emocionada elegía, dedicada a “La Argentinita”, se funden lo popular y lo culto, las metáforas rutilantes y asombrosas y el sentimiento sincero que recorre los octosílabos, los endecasílabos y los alejandrinos hasta hacerlos crujir de dolor auténtico.
Las cuatro partes
del
“Llanto” son merecidamente conocidas y apreciadas, pero nosotros
vamos a presentar aquí la segunda, titulada La sangre
derramada. En ella, escrita en forma de romance, el poeta interrumpe
la serie de los versos con gritos repetidos con los que insiste en
que no quiere ver la sangre de Ignacio, como negándose a
aceptar aquella realidad terrible de la muerte en la plaza. El poema
desborda el molde clásico y se derrama desatado en un torrente
de imágenes poéticas como una letanía doliente
que mezcla las alusiones al hombre, al amigo y al torero inolvidable.
García Lorca alcanzó aquí una de sus cumbres
magistrales. LA SANGRE DERRAMADA ¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
La luna, de par en par, caballo de nubes quietas, y la plaza gris del sueño con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema. ¡Avisad a los jazmines con su blancura pequeña!
Que no quiero verla!
La vaca del viejo mundo pasaba su triste lengua sobre un hocico de sangres derramadas en la arena, y los toros de Guisando, casi muerte y casi piedra, mugieron como dos siglos hartos de pisar la tierra. No. ¡Que no quiero verla! Por las gradas sube Ignacio con toda su muerte a cuestas. Buscaba el amanecer, y el amanecer no era. Busca su perfil seguro, y el sueño lo desorienta. Buscaba su hermoso cuerpo y encontró su sangre abierta. ¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro cada vez con menos fuerza; ese chorro que ilumina los tendidos y se vuelca sobre la pana y el cuero de muchedumbre sedienta. ¡Quién me grita que me asome! ¡No me digáis que la vea! No se cerraron sus ojos cuando vio los cuernos cerca, pero las madres terribles levantaron la cabeza. Y a través de las ganaderías, hubo un aire de voces secretas que gritaban a toro celestes, mayorales de pálida niebla. No hubo príncipe en Sevilla que comparársele pueda, ni espada como su espada, ni corazón tan de veras. Como un río de leones su maravillosa fuerza, y como un torso de mármol su dibujada prudencia. Aire de Roma andaluza le doraba la cabeza donde su risa era un nardo de sal y de inteligencia. ¡Qué gran torero en la plaza! ¡Qué gran serrano en la sierra! ¡Qué blando con las espigas! ¡Qué duro con las espuelas! ¡Qué tierno con el rocío! ¡Qué deslumbrante en la feria! ¡Qué tremendo con las últimas banderillas de tiniebla! Pero ya duerme sin fin. Ya los musgos y la hierba abren con dedos seguros la flor de su calavera. Y su sangre ya viene cantando: cantando por marismas y praderas, resbalando por cuernos ateridos vacilando sin alma por la niebla, tropezando con miles de pezuñas como una larga, oscura, triste lengua, para formar un charco de agonía junto al Guadalquivir de las estrellas. ¡Oh blanco muro de España! ¡Oh negro toro de pena! ¡Oh sangre dura de Ignacio! ¡Oh ruiseñor de sus venas! No. ¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga, que no hay golondrinas que se la beban, no hay escarcha de luz que la enfríe, no hay canto ni diluvio de azucenas, no hay cristal que la cubra de plata. No.
¡¡Yo no quiero verla!!
GONZALO PULIDO CASTILLO |